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HILOS INVISIBLES: El legado de Delia

Desde pequeña veía a mi abuela sentarse todas las noches a la misma hora, al lado de su máquina de coser. De uno de los dos cajones que tenía la mesa de madera que soportaba su preciada máquina, sacaba una serie de libritos junto con un hermoso rosario. Como un ritual sagrado, cerraba los ojos por unos segundos y después comenzaba a explorar minuciosamente las páginas de los libros. Yo la acompañaba con mis ojos y con un silencio casi inmaculado, que a diario se veía interrumpido por cualquier llamado de mi tía, de mi mamá, del teléfono, o de su propia mente - recordándole que había dejado algo sobre el fogón de la estufa azul- Ella atendía cualquiera de esos asuntos y volvía a una posición de centramiento natural, sin esfuerzo alguno, retomando la página que había dejado señalada. Entre oración y oración recitada, la veía cerrar sus ojos, como si se transportara no sé dónde, suspiraba y luego terminaba ese inmaculado momento, tomando esa sagrada cadena de 5 casillas, cada una de 10 bolitas, sobre la que deslizaba sus dedos mientras recitaba sin cansancio el Ave Maria. Cada noche era el mismo ritual, lo hacía antes de dormir, y aunque yo no entendía muy bien a qué iba todo eso, amaba ver esa sucesión de pasos sagrados, que la hacían emanar una paz tan propia de ella.


A pesar de haber estudiado en un colegio católico durante trece años ( dos de jardín, cinco de primaria y seis de bachillerato) y haber aprendido a amar a Jesús, conocer a María y establecer mis diálogos privados con Dios, siempre sentí que orar era precisamente eso, una conversación espontánea que nace del corazón y que te conecta con la divinidad, que todo lo sabe y todo lo gobierna. Pero esa interpretación personal, parecía no ir muy alineada al recital sagrado de mi abuela, cuestión que comenzó a inquietarme, aunque no hice mayores esfuerzos por buscar respuestas.


Así pasaron los años. Mientras yo crecía entre debates espirituales e intelectuales, mi abuela envejecía, y una mañana de Abril, respiró por última vez el hálito de este mundo, a veces bueno, a veces cruel. Entre lágrimas y sollozos, doce hijos, trece nietos y una bisnieta nos reunimos en esa casa grande, donde todos crecimos, a despedir a quien fuera la mujer mas importante de nuestras vidas. Despedirnos de su cuerpo, era también hacerlo de sus pertenencias. Algunos quisieron conservar una cartera, un vestido, un abrigo, algo que aún tuviera el olor a ella. Sin mucho pensarlo, como un acto instintivo, yo me dirigí a ese cajón mágico que se abría todas las noches para dejarle a ella un presente de tranquilidad. Tomé los libros mágicos y ese rosario de bolitas negras con visos azulados y dije: 'Es todo lo que quiero'. Nadie puso objeción.


Con mis propias manos empecé a explorar esas hojas amarillentas y a deslizar mis dedos entre esas bolitas brillantes. Más que buscar a Dios, estaba a buscando a Delia, e irremediablemente ella me llevó hasta Él. En once años de su ausencia, han ido llegado las respuestas que en un principio no me esforcé en buscar. Psicólogas, libros, y conversaciones, han sido algunos medios para comprender, pero sobre todo para sentir, esos hilos invisibles que unen el alma con la divinidad. Y la palabra, la bendita palabra, no es más que el poder para mantener vivos y fuertes esos lazos sagrados.


Como un conjuro de mágica luz, así funciona la oración. La bendición es una forma de recordar nuestra consagración como hijos de esa fuente de luz, es tocar la puerta para decir 'aquí estamos'. Cada repetición es un llamado, como el niño que quiere la atención de su padre. Y esas palabras, escritas por otros y convertidas en oración, son un regalo para mantener nuestra frecuencia alta, vibrando en fe y esperanza. Sin embargo, el diálogo personal, esa conversación espontánea, se mantiene como parte del ritual de amor; finalmente es el toque personal que le damos a la conexión, donde exponemos lo que nuestra alma siente y necesita.


Así que la suma entre la palabra sagrada -sea cual sea la creencia o religión- y nuestras propias palabras son una forma de mantener viva nuestra conexión con la fuente de amor puro. Si a eso le adicionamos una dosis de meditación, que nos ayude a controlar los pensamientos -que terminan siendo lo que sale de nuestra boca- más fuertes se harán esos hilos invisibles. Como resultado de pensamientos positivos, y palabras constructivas, la frecuencia de amor se mantiene alta, para poder manifestar nuestra misión de expansión de luz. Al fin y al cabo, debe haber un propósito sagrado y trascendente para estar aquí ¿no creen? . Podría decir que este último párrafo resume el legado de mi abuela, unido a un camino de aprendizajes personales. No me queda más que decir: Gracias Delia.


En el próximo post les comparto lo mejor del cajón mágico de mi mágica abuela. Espero que estas palabras sean luz para su mente y balsamito para su alma.


Con cariño,

Eliza

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