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Quedamos de encontrarnos a las 8am, en el café de siempre.
Yo pido lo mismo de casi todas las mañanas: cappuccino en leche deslactosada endulzado con vainilla. Él siempre pide algo diferente; esta vez, un americano bien cargado. Sus gustos son tan cambiantes como su propio humor.
Elijo la mesa más cercana al rincón y más alejada de la puerta. Cuando me encuentro con él, prefiero estar alejada del resto de la gente.
Me observa cauteloso, mientras yo evito sostenerle la mirada. Dejo mi bolso en la silla del lado, me retiro las gafas -que sólo me ayudan a ver de lejos y a este lo tenía más cerca de lo que quería- y las pongo a mi derecha, sobre la mesa. Mientras continúa con su mirada clavada sobre mí, yo respiro profundo y tomo mi primer sorbo de café, aclaro un poco mi garganta y toma impulso la primera frase:
-Desde hace días quería hablar contigo.
-Adelante pequeña- Me dice con una risita burlesca.
Me molesta que me diga pequeña, siempre me ha visto pequeña. Pero continúo con desdén:
-Has frustrado algunos de mis planes recientes, unos tantos sueños de infancia y una que otra oportunidad que ha llegado. Mis decisiones han sido más acertadas cuando estás lejos de mí. Opacas mi corazón y nublas mi mente…
Veía como sus ojos se abrían a medida que pronunciaba cada palabra. Creo que esperaba que le pidiera un consejo, como lo había hecho tantas veces cuando lo invitaba a ese café, pero no que le hiciera semejantes reclamos. Sin vacilar demasiado, continué:
-Cuando te llamo, es una reacción instintiva, una respuesta natural frente a algún peligro, una herramienta de autocuidado frente a lo que no conozco o sobre lo que no puedo tener el control…
A medida que avanzaba, sentía que mis palabras brotaban con más fuerza y un calor interno se concentraba en el centro de mi pecho, un fuego de fortaleza y de certeza. Entonces, aproveché ese impulso para seguir:
-Tu cercanía no me hace bien y prefiero seguir sin ti.
Mientras pronunciaba esas dos últimas palabras, cerré los ojos como un acto involuntario. No porque me dolieran, ni porque fuera a extrañar a ese viejo amigo, enemigo, sino porque temía su reacción. Continué un monólogo en tinieblas, acompañada por el eco de conversaciones ajenas que venían de otras mesas:
-He aprendido cosas, en el camino de un poco más de treinta años en esta vida. Entre ellas, que el viaje se hace más liviano sin ti. Crecemos creyendo que lo contrario al amor es el odio, cuando realmente lo eres tú, Miedo. Terminas coartando la creatividad, frenando los cambios y restando felicidad.
Cuando no nos aceptamos a nosotros mismos por miedo, nos estamos robando amor propio. Y cuando tememos a amar a alguien más, sea por experiencias pasadas o creencias limitantes, nos estamos robando también, libertad y disfrute.
Así que si el miedo, es lo contrario al amor, temer amar es tener miedo al no miedo, ¿verdad? Bien lo decía el escritor Ernesto Mallo ‘No amar por temor a sufrir es como no vivir por temor a morir’ Así que Miedo, ya sabes cuál es mi elección…
Y mientras decía esto, abrí lentamente mis ojos, como si me doliera la luz sobre ellos. Tuve que pasar mis dedos sobre los parpados un par de veces, para dar fe de lo que estaba viendo. Miedo se había ido, al parecer no soportó la contundencia de mis palabras, ni la certeza sobre mi discurso.
En el fondo, respiré aliviada por no tener que despedirlo protocolariamente. No tenía dudas de que en algún momento de la vida, me lo volvería a topar. Por ahora, sabía que iba a estar alejado por un buen tiempo. Mientras la fe permanezca firme y el amor sea la bandera de todos los días, estaré a salvo de este viejo amigo, enemigo.
Sonreí de medio lado, con un aire victorioso. Tomé las gafas, el bolso y pedí otro café para llevar. Se sentía bien, me sentía bien. Caminé segura hacia la salida recordando la frase que me llevó a este encuentro con Miedo: ‘El perfecto amor echa fuera el temor. Así que el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor’ (Juan 4, 18)
Sigamos este camino de perfeccionamiento en el amor, pensé, mientras me tomaba mi segundo café.
Con cariño,
Eliza
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